Entre
las vías del ferrocarril Mitre y la calle España estaba el Monte de las Higueras,
como lo llamábamos quienes vivíamos en aquel barrio conformados por apenas
cuatro manzanas. Allí, todas las historias entraban y salían de las casas sin
que ningún chisme quedara afuera. Todo se sabía, y aprendí aquello de que las
palabras vuelan. Es de notar que eran vecinas muy afectuosas, ya que se
visitaban todos los días; aclaro, por si acaso, que no había teléfonos.
Una mañana de tantas, una noticia corrió como reguero de pólvora y
se derramó como la leche hervida: la Mari estaba de novia. La niña era
solterona, así que no era cuestión de andar revolviendo la bolsa para buscar la
bolilla que le faltaba, como si fuera una lotería. Él, que era alto, morochón,
y malhumorado gruñon, pronto cometió el pecado de no saludar a las chismosas. A
mí no me parecía algo tan terrible. Todos alguna vez nos levantamos y decimos:
“¡Hoy no quiero ni que me miren!” La cuestión era que el Perro Negro había
llegado al barrio; el apodo del novio de la Mari, no tardó en salir desde mi
vecindad.
Ya
se organizaron los turnos; a Josefa le tocaba averiguar a qué hora entraba, qué
hacían, si estaba todo el tiempo adentro o si salían al patio. Ramona, la de
enfrente, habría de saber si el novio se quedaba a dormir, esto es, saber si la
novia todavía se conservaba casta y pura. Yo escuchaba como cualquier niña, en
cualquier tiempo, en silencio; las palabras eran para los mayores, y guay con
que acotaras algo. Se supone que los niños no entienden nada, aunque en
realidad siempre saben todo.
Durante
mucho tiempo el alimento abundó en el barrio; las vecinas estaban henchidas,
tanto, que por una semana no salieron ni a la vereda, salvo que estuvieran de
guardia. Pero el Perro Negro no era el único sustento de aquellas mujeres,
gordas de deseos adormecidos. También seguían la historia del hijo del querosenero,
el Obeso, a quien el Rengo Manuel, el de la esquina, lo había apodado el
Equino, o sea, el Gordo dientudo. Su nombre era Abel, mayor que yo pero que aún
así, ello no impedía que disfrutáramos por las tardes, jugando una partidita de
payanas en donde no había ganador. Sólo compartíamos por un rato, el tiempo de
crecer juntos.
Todos
poseemos una biografía, pensada por historiadoras surgidas desde el
aburrimiento pueblerino. Hoy, ya grande, me preguntó cuál hubiese sido la mía.
Qué aporte fáctico meloso hubiera protagonizado para que las chismosas tejieran
como las arañas, la trampa fatal para la reputación de sus víctimas. No puedo
dejar de pensar si al irme del barrio, me perdí conocer sobre mi historia, o me
salvé de ella.
Por:
Nelly Esther Fiasque