Aprendemos
desde niños que el raciocinio es lo que nos hace diferentes de las plantas, y de
los animales. Pero yo tuve la osadía de dudar y descubrí, contado ocho años,
que alguien se había equivocado en tal expresión.
Una
mañana de enero caminaba yo como lo hacen todos los niños, distrayéndome con
total libertad por cualquier cosa que despertara asombro: montones de mariposas
blancas posadas en charquitos con barro que resistían al sol; alguna rana que
croaba escondida entre los yuyos; una varita que recogida del suelo servía para
revolearla en el aire acompañando el paso, o para dirigir la orquesta, ya que
yo silbaba mientras cruzaba el campito hacia el almacén de Marrone. Para allí
caminaba yo por encargo de mi madre, cuando a mitad del campo escuche el temido
relincho y un sudor helado recorrió mi cuerpo.
El
Tobiano estaba suelto y mi libertad, se esfumo. Con el último aliento profundo
y antes de lanzarme a la corrida, lentamente levante los ojos y lo vi mirarme,
a lo lejos, parado en sus cuatro patas, cabeza erguida. Al Tobiano no le
gustaba la gente, nos miraba fijo con sus ojos bien redondos y negros,
desafiante y bien ganada fama de devastador.
Una vez que se desataba era un tsunami que arrasaba con cálculo propio
de un mañero, y cuando nos alcanzaba nos mordía. Había marcado su lugar y lo
defendía a muerte o mejor dicho, a mordiscones. De ahí saque yo que el
desgraciado pensaba, sabía muy bien lo que hacía; llegó a parecerme que a
veces, mostraba sus dientes como sonriendo.
Ahí nomás emprendimos la partida. No hacía
falta que me diera vuelta para mirarlo porque sentía por el retumbar de su
galope, que se me acercaba. Corrí lo más que mis pies me permitían pero pronto
empecé a quedarme sin aliento y el zanjón salvador, aún parecía distante. Tenía
que esforzarme para no quedar presa de su furia que parecía incontrolable. Con
mi último aliento alcance a escabullirme cruzando el zanjón, el límite para sus
tropelías.
Desde
la seguridad de estar fuera de su terreno, me quede parada mientras el alma me
volvía al cuerpo. Él no se sentía vencido, ni yo triunfante, ambos sabíamos que
la partida no había terminado. Él relinchó mirándome fijo, y se alejó. Podría
jurar que con su trotecito acompasado, cadencioso, me decía que había
disfrutado el momento.
Ha
pasado tiempo y he comprendido cosas, pero aún sostengo que el Tobiano pensaba,
pero no es temor el que hoy siento. Hoy las mariposas se han ido, ya no levanto
varitas del suelo, el croar de las ranas quedó lejos, y en donde vivo, ya no
hay campitos que cruzar. Pero aún sigo silbando y de cuando en cuando, el
Tobiano regresa a mí para seguir la partida, y divertirnos un poco, como cuando
era niña.
Por:
Nelly Esther Fiasque.