sábado, 16 de junio de 2012

La tetera, los invitados, y yo.


La espera ponía de buen humor a mamá. No era una espera pasiva o una espera de alguien que está llegando tarde, no me refiero a eso.  Mientras aguardaba a la visita, mamá preparaba esa receta heredada de una increíble torta, aprestaba cucharitas de uso muy restringido, platitos chicos y, esa linda tetera.
Tía Porota nos ponía contenta a todas, siempre  de buen humor, siempre trayendo algún regalito para mi hermana, y para mí. Las visitas no son comunes en el campo, en donde vivía, y ninguna merienda era tan esperada como la de los esos días porque lo normal era mate cocido en jarras de lata y no en tetera de porcelana.
Aprendí a cocinar viendo y asistiendo a mi mamá, asistiendo como solo lo puede hacer una niña de seis años, jugando.  Las comidas eran por demás sencillas, tan sencillas como la vajilla cotidiana: toda de lata. No tenían mayores pretensiones los comensales, hombres hambrientos que tras levantarse para el ordeñe a las cuatro de la mañana, habían trabajado duro y no era cuestión de hacerlos esperar.
Viviendo ya en Ezeiza y con familia propia, también tenía que satisfacer el apetito de todos en tiempos distintos; mi casa parecía la Pensión del Buen Comer, todos con horarios diferentes, apurados, y hambrientos. Sólo podía agasajarlos en los cumpleaños, preparándoles tortas y chocolates, y se volvieron muy asistidos; sospecho que era porque la Nelly, yo, hacía cosas ricas. Y me envalentone.
A medida que todos crecíamos mi sentido del tiempo cambió, no así mi necesidad de agasajarlos. Aprendí a tomarme el tiempo necesario para cocinarles lo que quería, aprendí a aprender cómo cocinar exquisito y variado. A medida que crecía, uno no envejece mientras aprende,  nuevos amigos me enseñaron, por ejemplo, que el maíz no sólo remitía a polenta. Que también eran nachos mexicanos o arepas colombianas; que los había de colores rojos, blancos, o casi negros. Supe que el chocolate no era la cascarilla de mi niñez, que era algo deliciosamente mágico y que había mil maneras de usarlos. Que el té podía tener infinitos aromas, colores y sabores, y que lo importante no era la tetera de ocasiones especiales, lo importante era qué representaba esa tetera, eso de poner nuestros lujos para hacer sentir especial a quien lo es. Que lo importante no era  una buena receta, que lo importante era haber mantenido viva esa receta que una abuela vieja le había enseñado a mi mamá, como yo se la enseñé a mis hijas.
Lo importante es agasajar a quienes queremos poniendo nuestro amor en ello.

Nelly  Esther Fiasque

1 comentario:

  1. maravilloso, gran filosofía de vida es el tiempo que tenemos en la vida y no el tiempo que la vida es. Aunque siempre queda una tetera mas por llenar para saborear la vida.

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