Timoteo se levanta sin prisa. Inicia la mañana con los amargos de siempre; la pava, castigada por el humo de la vieja cocina a leña, le avisa que el agua ya esta lista y uno tras otro pasan los mates. En cada uno de ellos quizás un recuerdo, o tal vez la tarea que falta por hacer. La soledad le da el tiempo necesario y los años, que no son pocos, el derecho. Se había quedado a vivir, por decisión propia, donde su madre Adelaida lo trajo al mundo.
Pegadita al alambrado y frente al patio, una gran planta con flores blancas colgando de sus ramas, unas pegaditas a las otras, esparcían su perfume por todo el lugar. Me encantaba verla erguida al cielo, como ofreciendo su belleza al sol. Con mi hermana conocíamos el lugar desde pequeña, y ello nos hizo dejar y tener huellas de incansables travesuras.
El rancho tiene forma de ele con ventanas muy pequeñas, como para chismosear nada más. Sobre el largo corredor dan las puertas de las dos habitaciones y de la pequeña cocina. En el patio, la bomba chillona por desgastada, es el broche perfecto en aquel paisaje. En la base y del lado izquierdo, esta ahuecada. Allí Timoteo introduce la botella de moscato, el que tomaba rigurosamente todos los días; dice que así se mantiene fresquito.
Los ojos de Timoteo son grises y pícaros, como el pensamiento que lo envuelve. Tiene bigotes grandes, tupidos, en donde siempre alguna que otra miga juega a las escondidas. Es hombre gruñón y difícil de tratar. En su corazón anidan muchas experiencias de soltero, y de casado. Sus cuentos me hacen reír y muchas veces vagar entre el asombro, la verdad, y la irrealidad. Por momentos sus relatos sobrepasan cualquier posibilidad de credibilidad; su sonrisa muescona me da la pista de que algo se había disparado para otro rumbo. Yo disimulo, me gustan sus verdades inventadas, después de todo las hace para mi.
Los años pasan en todos lados y para todos, pero él estaba igual. Mis flores eran iguales, su espacio se mantenía como mantenido en el tiempo. La figura de Timoteo sentado debajo del árbol, su mirada en el camino como esperando que algún paisano levante el talero en señal de saludo a su paso, todo igual.
En uno de mis tantos regresos la imaginación me impacientaba, y la ansiedad de verlo allí viéndome llegar por el camino de tierra, hacía que mis pies fueran más rápido que el resto del cuerpo. Primero debía atravesar la tranquera de entrada, la de la vueltita obligada por ser mi columpio de niña, y el placer del recuerdo ahora de grande.
La llegada era afectuosa, con besos y abrazos cálidos. Enseguidita el mate esta listo con la alegría de volvernos a encontrar. No tarda en venir la historia, quizás, una de las últimas; y esta comienza como de costumbre, refregándose las manos como si tuviera frío antes de decir: “Cuando conocí a Eugenia María había llegado de España con su hermana y un tío, no eran más que los tres. Me gusto apenas la vi; ella guardo su lugar de señorita y me ignoró, pero yo insistí; de apoco nos fuimos conociendo hasta que nos casamos y tuvimos dos hijos. Pero ya antes había estado de novio, apalabrado y todo.” En ese momento la historia formó otra historia, y mi corazón latió como advirtiéndome que ésta no sería como las otras. Siguió “Era una chica linda muy buena, yo era arriero, pasaba por su casa, nos vimos hablamos y después de un tiempo nos dimos palabra de esperarnos. Después la vida te lleva y te trae para otros rumbos. Un día, cuando Juan, tu tío, ya estaba grandecito, fui a verla. Le conté y le devolví su palabra para que no me esperara y haga su vida”. Las palabras que siguieron se mezclaron con las mías y con mi asombro por oír aquello. Se me encendió la cara y una locura, furia o no se qué sentimientos, me hicieron explotar en reproches. Salían de mi boca miles de preguntas sin respuestas, claro. Todo en ese instante, sofocaba cualquier entendimiento lógico en mí.
Era la primera vez que pensaba y actuaba de manera diferente.
Mi condición de género me llevo a ponerme en el lugar de aquella mujer de otro tiempo, que en otro lugar, había escuchado aquellas palabras con su corazón desenfrenado, por un amor que se apagaba en ese instante, no antes, no después. Ahí, pero también aquí y ahora; quede, ¡quedamos?, perplejas por lo despiadado, por lo frío. Llore, y llore en silencio, escondiendo mi dolor; escuchando en mi cabeza: “le fui a devolver la palabra“. Como si el tiempo fuera un halo de vida perdido en el espacio tan tenue, que apenas se podría percibir. Nada que pudiera decirme, calmaría en mí el fuego que anulaba al límite cualquier razonamiento.
Timoteo Vergara fue mi abuelo; el que me hacía reír, el de los cuentos en donde todo estaba bien. Pero también fue un hombre con una historia real parte de su larga vida, la que yo comencé a aceptar más allá del final que hubiese querido. El tiempo que pasó fue largo y aquel sentimiento alocado había provocado en mí, un crecimiento maduro. Aquel por el que se deja de ser niña para comenzar a pensar dándole a las cosas, una inevitable racionalidad. Sin embargo, a veces vago nuevamente entre el asombro, la verdad, y lo irreal, y me consuelo.
Por: Nelly Esther Fiasque.